viernes, 3 de octubre de 2008

LEYENDAS MANISERAS


Cuentan, dicen, corria el año, recuerdan que pudo existir hace muchos, muchos pero que muchos años............................, son comienzos que nos preparan para empezar a narrar esas historias populares que cada población mantiene durante siglos transmitiendolas oralmente, de padres a hijos y todos conocemos como Leyendas.

Manises también sigue las normas y tiene sus leyendas, historias que los maniseros han ido contando durante siglos y que verdaderas o no forman parte de nuestro patrimonio cultural.

Por ejemplo, cuando aparece un túnel en el subsuelo de nuestra Ciudad, todos recordamos la leyenda que cuenta como un túnel construido por los moros unía, pasando por debajo del rio Turia o Guadalaviar, la torre árabe de Paterna y la torre árabe de Manises, que con el tiempo quedaría encerrada por el antiguo “castell” de la familia Boil, volviendo a salir a luz en el momento del derribo del “castell” en los primeros años de la década de los sesenta del siglo XX.

Otra leyenda es la del “Salt del moro” que incluso da nombre a una posición geográfica de nuestro municipio. Recordar como el joven enamorado huyendo de los soldados que custodiaban a su amada, tuvo que elegir entre rendirse y morir decapitado o saltar con su caballo al vacío y esperar que la vida le concediera un poco de suerte. Eligió la segunda opción y no se supo más de este valeroso joven que dio pie a una leyenda que durante siglos ha ido pasando de padres a hijos.

Pero, pocos son los maniseros que conocen la leyenda de los duendes de la huerta, razón que me lleva a escribir estas líneas:

Cuentan los más mayores del lugar que sus padres les contaron, y a estos los suyos, y aquellos los suyos y así en cadena, que había una familia de labradores en los tiempos que moros y cristianos convivían, que vivía en la huerta de Manises, era una familia normal que se dedicaba al campo, rara excepción en un Manises alfarero y ceramista. Vivía con la familia la abuela Milagros quien no se cansaba de contar a sus nietos las historias de duendes que se colaban por la chimenea y hacían que se extraviasen cosas, que cambiaran cosas de lugar............

“Coplas de vieja”, pensaba su nuera, para quien la única responsable de que en su casa se extraviasen las cosas para reaparecer más tarde en lugares insospechados era la suegra, aquejada de desmemorias y manías propias de la vejez.

Sin embargo, cuando dos meses después de morir la anciana suegra, la sarten brincó sola del fogón al suelo, Angeleta, que en ese momento extraía de la fresquera un manojo de perejil, contuvo el aliento, presa de un estupor próximo al pánico, “será un alma en pena o la difunta Milagros que quiere hacerse notar”, se dijo, y prosiguió la faena.

Al hallazgo de sal en el azucarero, la mujer no quiso concederle demasiada importancia “ por Dios, que cabeza tengo”. Pero transcurridas tres semanas del despiste, la inexplicable perdida del almirez que Tonet, el benjamín de sus cuatro hijos, halló por casualidad escondido entre unos aperos de labranza, mientras jugaba en el corral, la hizo mudar de idea, no sin antes cerciorarse de que ningún miembro de la familia lo hubiera llevado hasta allí por alguna razón, olvidándose luego de restituirlo a la despensa.

“Vaya, quien lo iba a decir, esto parece obra de los duendes que mentaba la abuela”, concluyó Angeleta, tan medrosa de las animas errabundas como de cualquier encantamiento por benévolo o cautivador que fuera. No obstante, mantuvo la entereza para no asustar a los chicos, esperando equivocarse. Vana ilusión la suya. Porque, con el tiempo, aumentaron los extravíos incomprensibles, los ruidos y el crujir de las vigas, prueba inequívoca de que un fantasma acampaba a sus anchas por la casa sin que a este le importaran lo más mínimos los temores y quebrantos que ocasionaba a su propietaria.
Mosqueado también el marido por los extraños sucesos que acontecían cada vez con mas descaro y que, al parecer, evidenciaban la existencia de un hechizo, el matrimonio resolvió, muy a pesar suyo, reunir los ajuares, las gallinas, el perro, la gata, el canario y los cuatro niños, y largarse a escape del, que durante quince años, había sido su apacible hogar, en busca de techo seguro donde cobijarse.

“Lo haremos bendecir para evitarnos soponcios” decía Miguel, mientras abarrotaba el carro de trastos. Y sus mujer, compungida, asentía.

Concluido el traslado de enseres, se acomodaron en los huecos libres, animales y personas. De pronto, por el camino, Angeleta, cuya aflicción no le impedía hacer un minucioso recuento de los bienes familiares, presumiendo un olvido garrafal, preguntó alarmada
- ¿ Quien de vosotros ha cargado la paella?

El silencio fue revelador. “Vaya por Dios”, ninguno

Entonces, la cantarina voz de un ser invisible, precedida de una risa guasona, resolvió el problema
- No padezcas, Angeleta, que yo la llevo.

Era el duende, les había cogido cariño y se iba con la familia de Angeleta.

Francisco Gimeno Miñana

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